Vencer o Morir

8 de octubre de 2015 | Certamen de narrativa | Juan Alberto Puyana Domínguez

Obra ganadora del XV Certamen de Narrativa Enrique Orizaola

19 de junio de 1938.

Estadio Olímpico de Columbes, París.

El grueso de jugadores de la selección italiana de fútbol, permanecía cabizbajo en el vestuario sin intercambiar palabras, ni tan siquiera alguna épica arenga, de esas que te hacen saltar al césped ya con un gol a favor en tu marcador en el terreno psicológico.

Muy al contrario y pese a lo que pudiese parecer en vísperas de una final del Mundial de Fútbol, alguno temblaba de miedo, otros sollozaban con las manos cubriendo sus rostros e incluso los más jóvenes, vomitaban producto de la presión a la que llevaban sometidos desde el principio del campeonato.

Y es que desde la distancia, Benito Mussolini se había encargado por activa y por pasiva de utilizar a la selección azzurra como propaganda del régimen fascista, obligándolos a vestir completamente de negro en los cuartos de final ante la anfitriona Francia y sus sesenta mil espectadores, que acogieron con insultos, silbidos y amenazas, el saludo brazo en alto de los once jugadores italianos.

No contento con semejante provocación, a pocos minutos de que Italia se enfrentase en el último y definitivo partido del campeonato a Hungría, un telegrama procedente de Roma llegaba hasta el vestuario transalpino con tres palabras escuetas, directas y de significado inequívoco:

 

                                                       «Vincere o morire»

 

Aquellos bravos deportistas se enfrentaban al reto de sus vidas: ganar la Copa Jules Rimé, o por el contrario, regresar a Italia y ser puestos frente a un pelotón de fusilamiento por la demencia de un líder ególatra y desalmado. Y esa última vuelta de tuerca, había sido demasiado.

Hasta el vestuario se filtraban los gritos de ánimo de la hinchada, claramente posicionada del lado húngaro por cuestiones políticas, y los once de la azzurra no podían permanecer ajenos a lo que llegaba hasta sus oídos. Se encontraban en territorio enemigo, lejos del apoyo de los suyos, de sus familias, sus amigos...

Vicenzo Pozzo, el entrenador, derrotado y sin argumentos, se mesaba los cabellos tratando de encontrar un resquicio por el que escapar y hacer escapar a los suyos, mientras el reloj, inexorable, anunciaba diez minutos para el comienzo del partido.

—¡Escapemos! —Exclamó Pietro Rava poniéndose en pie de un salto— El gobierno francés nos ofreció asilo político hace unos días. Aceptemos el trato y hagamos vida en Francia, lejos del Duce y el fascismo.

Todos permanecieron en silencio unos segundos, asintiendo con la cabeza como si aquella fuera una buena salida. Instintivamente, las miradas buscaron la figura del capitán, Giuseppe Meazza, el único que permanecía en pie y con los brazos cruzados. Al fin, «Pepino» alzó con elocuencia la voz, dando grandiosidad a su corta estatura.

—Pietro... no podemos hacer eso. No pienses en nosotros. Piensa en nuestras familias. Ellos no tienen la posibilidad de escapar del Duce, y si desertamos ahora los condenamos a una muerte segura. Habrá venganza y represalias.

Gino Colaussi, extremo izquierda chaparro y vigoroso, terminaba de atarse las botas con fuerza. Dentro del vestuario era fácilmente reconocible por su baja estatura, espaldas anchas, piernas musculadas y por una prominente nariz con la que se había ganado el apelativo de «Pinoccio» entre sus compañeros, si bien éstos se cuidaban muy mucho de hacerlo en público, tal era el mal genio que se gastaba Gino ante ese tipo de bromas.

—Pepino tiene razón. No podemos abandonar a los nuestros allí. ¿Serías capaz de comer, reír y beber por tu libertad, aquí en París, mientras en tu pueblo apedrean a la mamma?

—¿Y qué se supone que debemos hacer entonces, capitán? —repuso contrariado Pietro.

Giuseppe Meazza, dio tres cortos pasos hacia la mesa donde descansaba el telegrama. Lo tomó en su mano derecha arrugándolo con rabia para posteriormente arrojarlo hasta una esquina del vestuario y contestar con decisión.

—Haremos lo que dice el telegrama: ganar. Hungría jugará por una copa... nosotros lo haremos por nuestras vidas. No podrán ganarnos a motivación. Serán noventa minutos en los que nadie correrá como nosotros, nadie luchará como nosotros... no habrá balón que se dé por perdido, ni remate al que no lleguemos a tiempo. O ellos, o nosotros. Vencer... o morir. Es el partido de nuestras vidas.

Como si de un evocador salmo se tratase, el efecto de aquellas palabras acabó con los temblores y las náuseas; se enjugaron lágrimas y todos se abrazaron para darse ánimos en el duro trance que se disponían a pasar, aquellos noventa minutos que podían separar la gloria de la muerte.

Fuera del vestuario italiano, cerca de su puerta entornada, una figura escuchaba atento lo que se comentaba en su interior, consciente del drama que se fraguaba entre aquellas frías paredes de baldosas blancas. Había permanecido el tiempo suficiente para oír la última locura del dirigente italiano y su efecto sobre aquellos pobres diablos, que no eran más que deportistas y sin embargo eran tratados como soldados, como avanzadilla de vanguardia y carne de cañón en un frente. Posteriormente, y con el mismo sigilo con el que se acercó a la puerta,  se alejó raudo y con miedo a ser descubierto.

Un par de golpes de nudillos en la puerta del vestuario, segundos después, hacia retornar la gravedad en el gesto de todos. El francés Capdeville, árbitro del partido, en un italiano con marcado acento extranjero, convenía al once titular a saltar al campo.

El desfile de jugadores italianos en fila de a uno por el túnel de vestuario hasta el césped bien pudiese semejarse al que conduce al cadalso. Puños cerrados, miradas perdidas, ojos arrasados... sabor a sangre en las bocas.

Pero la semilla de la lucha por la supervivencia ya había sido sembrada por Meazza en los corazones de sus compañeros que sólo veían una única y plausible salida a aquel absurdo atolladero: la victoria.

La salida al terreno de juego de las dos selecciones fue recibida con una estruendosa ovación, confetti en el aire y ondear de banderas, de uno y otro lado. Entre el público, algún aguerrido tifosi italiano gritaba desaforadamente agitando la tricolor entre insultos y reprimendas del resto de asistentes... la Segunda Gran Guerra se intuía cerca, y sus efectos en aquella grada eran claros y manifiestos. Aquello no era más que un anticipo edulcorado, un  avance disfrazado de deporte.

Meazza a la cabeza de la fila italiana, volvía el rostro a sus compañeros gritando palabras de ánimo, inaudibles y perdidos en el vocerío general.

Los gritos de «Hungria, Hungría...» y en favor de Francia y la democracia, se mezclaban con alguna improvisada interpretación sentida de «La Marsellesa», espoleando el orgullo patrio francés, que aquel día saltaba al césped vistiendo el uniforme húngaro.

 

Y así, frente a once jugadores enfundados en la camiseta roja de Hungría y cuarenta y cinco mil gargantas hostiles, comenzó el partido que paralizó el mundo aquel junio del 38.

 

Comenzaba la primera batalla oficiosa de la Segunda Guerra Mundial.

 

 

                                                           II

 

Ya desde el pitido inicial, se pudo apreciar el ímpetu italiano por cada jugada; apoyados en la creación de juego del centro de campo y liderados magistralmente por el capitán Meazza y por el espigado Piola, las camisetas azules parecían volar más que correr en el verde tapete parisino. Y así, apenas transcurridos los seis primeros minutos de juego, un centro desde la derecha era rematado en el palo contrario por Colaussi sin dejar caer el esférico, con la rabia de quien lucha por su vida. La red se movió con violencia: gol de Italia.

La grada enmudeció al punto de ser perfectamente audibles los gritos de rabia del equipo italiano, que alborozada, se abrazaba a un Gino Colaussi totalmente absorbido por aquella piña humana.

El júbilo apenas duró dos minutos. En la siguiente jugada, aun ebrios de euforia, los despistados defensas italianos dejaron fuera de marca al delantero húngaro Titkos que con un zurdazo violento, envió el balón a la escuadra de la portería italiana sin que el portero Olivieri pudiese hacer nada por evitarlo. El rugido del estadio se escuchó en todo París. Ni tan siquiera cuando era la selección francesa la que jugaba un partido en aquel campeonato, se había oído anteriormente un apoyo semejante Y en Italia, de nuevo las dudas, el desasosiego... el temor.

Meazza, desde el centro del campo aplaudió y espoleó a gritos a los suyos.

—¡Ochenta minutos, muchachos! Esto no ha hecho más que empezar.

Colaussi, a su lado, se subía las medias y sacudía de barro las botas sin decir palabra, a pesar de que las lágrimas de rabia asomaban a sus párpados. De nuevo el balón se ponía en movimiento.

La scuadra azzurra ahuyentaba nervios y, dejándose llevar por el control y distribución de juego de sus centrocampistas, impuso una clara superioridad técnica. El partido aumentó en intensidad, y los encontronazos físicos se sucedían por una parte y otra.

 

Diez minutos después del empate, Silvio Piola recogía el balón en el punto de penalti del área húngara tras una serie de certeras paredes, y con la diestra lo colocaba suavemente junto al palo derecho del guardameta Antal Szabó, perforando su portería y adelantando en el marcador de nuevo a Italia. De nuevo el silencio en el estadio, roto tan solo por unos pocos y temerarios seguidores italianos, y los propios jugadores azzurros.

Giuseppe Meazza sabía que ya nunca perderían la iniciativa de aquel partido. Le bastó cruzar la mirada con sus compañeros para concluir que no estaban dispuestos a dejar sus jóvenes vidas en un muro romano, acribillados a balazos. No, si estaba en su mano. La guerra se reanudó sobre el césped en forma de codazos, empujones, patadas a destiempo y un sinfín de miradas retadoras. Los húngaros no daban su brazo a torcer, y venderían cara la derrota si es que ésta llegaba.

A diez minutos del descanso, el veloz Colaussi se hizo con un balón en mediocampo e inició una poderosa internada por la banda izquierda. Un defensa húngaro trató de entorpecerle quedando prácticamente enganchado a su espalda con los brazos, pero no... Nadie puede detener al instinto de supervivencia. Gino Colaussi  desprendiéndose del adversario como quien se sacude una mota de polvo de los hombros, se adentró en el área y ante la salida de Szabó, cruzó el esférico al palo largo, fuera del alcance del portero. El marcador señalaba 3-1 a favor de Italia, y el banquillo transalpino estalló liberando tensiones, con abrazos, puños al cielo y unas lágrimas de rabia contenidas que contrastaban con la animadversión del graderío, los insultos y gestos despectivos con que el público francés premiaba su victoria momentánea.

El francés Capdeville señaló el final del primer tiempo y los italianos más que correr, huyeron al vestuario desoyendo el ensordecedor griterío que los difamaba y acusaba de asesinos y fascistas, bajo una lluvia de objetos.

En el vestuario italiano los gritos de júbilo, abrazos y cánticos se oían a distancia. Algunos bailaban abrazados dando saltos como si la copa dorada ya estuviese camino de Roma. El único jugador que permanecía serio era el capitán, que secamente cortó el jolgorio.

—¡Esto no ha acabado! —Vociferó Meazza de nuevo, casi perdido en un improvisado corrillo en el vestuario— No deis por derrotada a Hungría, ya visteis cómo se las gastan. Van a morir en el campo. Así que olvidaos del Duce, olvidaos de Italia... ¡esto lo hacemos por nosotros!

 

El resto de la selección italiana respondió a la arenga con un ininteligible grito, mezcla de rabia, angustia y desaforada convicción.

Al reanudarse el partido nada había cambiado. Los húngaros trataban de imponer su juego, pero los italianos, con oficio, maniataban una y otra vez las maniobras de ataque. Con inteligencia, Meazza y los suyos dejaban que el tiempo transcurriera, haciendo un juego pragmático, y sobre todo cubriendo bien las espaldas de su defensa. El equipo magiar solo consiguió burlar la defensa contraria a veinte minutos del final, cuando el delantero Sárosi remató a placer un centro desde la banda derecha, acortando distancias en el marcador.

Afloraron los nervios, se agudizó la tensión... el público bramaba de nuevo. Querían presenciar la derrota de Mussolini, ansiaban su humillación a través de la derrota de los entonces campeones del mundo, en suelo francés... en un país manifiestamente enemigo.

Los jugadores italianos, sin dejarse acomplejar por el ambiente, colocaron el balón en el centro del campo e iniciaron de nuevo el juego.

—¡Veinte minutos, muchachos! —Insistió casi al borde de la afonía el capitán Meazza— ¡Si hay que morir, que sea en el campo!

De nuevo los dientes se apretaron, se cerraron los puños y el gesto se crispó. Veinte minutos para ganar una copa y evitar la muerte.

El cancerbero italiano, Aldo Olivieri, evitó en dos ocasiones el empate con agilidad y colocación, e inició una jugada en el minuto ochenta y dos que llevaría el balón hasta la banda derecha del ataque azzurro. Un centro medido al punto de penalti y de nuevo Piola enganchaba el esférico impulsándolo con violencia al fondo de la portería de Szabó, por su palo derecho.

Los italianos corrían alborozados y se abrazaban apiñados dentro del área húngara en medio del silencio general. Solo quedaba aguantar el marcador ocho minutos, y el sueño sería realidad.

Aquellos ocho minutos fueron los más largos en la vida de un Giuseppe Meazza que se desgañitaba dando órdenes a los suyos y tranquilizando a los jóvenes, tirando de galones y experiencia.

El pitido final de Capdeville convertía de nuevo a Italia en campeona del mundo.

Nada importaba. Ni la Copa Jules Rimé, ni ser bicampeones del mundo, ni la alegría del Duce, ni la decepción de Paris, ni el llanto húngaro...

 

Los brazos se alzaban al cielo, unos reclamando la gloria, otros simplemente agradeciendo al Altísimo su ayuda. Exhaustos, victoriosos y en un mar de lágrimas, Italia volvía a levantar la Copa del Mundo frente a una nube de fotógrafos que llevarían aquella instantánea a todos los rincones del planeta.

 

Los jugadores italianos no habían ganado el Mundial... se habían ganado la vida.

 

 

 

                                                       EPÍLOGO:

 

En el vestuario húngaro las caras largas y la decepción campaban a sus anchas. Una generación de deportistas única,  llamada a la gloria de ser campeona del mundo, se volvería de vacío a Budapest, aplastada por la incontestable fe en la victoria de los italianos.

Botas esparcidas por el suelo, trozos de barro y césped desperdigados, toallas y camisetas rojas arrojadas al banco con la furia de quien se siente vencido en la oportunidad más grande que le brinda la vida... aquella que nunca más volverá.

De nada servían las palabras de ánimo de los dos entrenadores. Eran palabras huecas, vacías, simples sonidos sin corazón que no atemperaban la profunda tristeza que atenaza el alma del vencido.

Podrían venir nuevas ocasiones. Futuros días de gloria que endulzaran sinsabores y recompensaran el esfuerzo realizado. Pero aquella ocasión en concreto, la de junio de 1938 ya no volvería. Tenía dueño italiano.

Ahora el fascismo haría bandera de aquella victoria en campo enemigo, para insuflar fuerzas a su causa y demostrar la superioridad de la que tanto presumían. El horizonte de guerra era un hecho para todos, y aquella primera batalla, en la que los uniformes eran de colores vivos, y el único proyectil un balón de fútbol, había proclamado vencedor al infame.

El desconsolado llanto general solo encontraba su contrapunto en Antal Szabó, el portero, que al contrario que sus compañeros, esbozaba una tímida y nada disimulada sonrisa que llamó la atención del defensa Sandor Biro, que vino a sentarse junto a él. Para Antal aquello no había sido más que una contienda puramente deportiva, ajena a los tintes políticos que la prensa mundial se había empeñado en otorgarle. Un choque entre dos equipos de deportistas sin más ambición que ganar... y reunirse con sus familias antes de que estallase la Guerra.

—¿Por qué sonríes, Antal? —le preguntó Sandor extrañado y con los ojos completamente enrojecidos.

Szabó inspiró profundamente y, apoyando su mano en el hombro del bravo defensa  le contestó en un susurro, recordando lo que había oído antes del partido, escondido junto a la puerta del vestuario italiano:

—Amigo, porque me han metido cuatro goles... pero se han salvado las primeras once vidas.