Me dirigía en coche el pasado domingo hacia El Arcángel faltando un cuarto de hora para el mediodía. Bajaba con el río a mi derecha por la antigua N-IVa, a la altura del centro comercial, cuando giré hacia la derecha para enfilar hacia la entrada principal del Arenal, pero en seguida me percaté de que aquellos escasos cien metros estaban completamente congestionados. Decidí, entonces, buscar aparcamiento en este primer llano, antes de llegar a la perpendicular. Imposible. Para mayor frustración, el partido comenzaba ya a disputarse. Con dificultad logré reincorporarme a la N-IVa para intentar entrar a los aparcamientos del estadio desde la zona izquierda, pero sin previo aviso me encontré cegada la rotonda, por lo que no me dejaba la policía más alternativa que tomar la autovía en dirección al Sector Sur.
Aún bajaba en dirección a la Plaza de Andalucía cuando el Córdoba CF se adelantó. Celebré el gol casi como si estuviera allí presente, pero el calor y los claxons me trajeron de vuelta a la insufrible y tediosa procesión en pocos segundos. El trayecto en días de partido desde aquel punto hasta mi asiento frente al verde ya lo conocía: parece estirarse en tiempo y en distancia respecto a un día cualquiera. Al menos, pensaba, todo este caos terminaba con este absurdo laberinto una vez atravesase el Puente del Arenal metros más allá del Miguelito. Pero la lógica del trayecto al fútbol puede ser la de una quiniela, y al llegar a la Plaza de Andalucía, me topé de frente con un coche de policía que me impedía el paso. “¡El puente está cortado! ¡Circule!” “Buenos día, disculpe: ¿por dónde puedo entrar al estadio?” “Dé la vuelta por la autovía. Es la única entrada”. Se pueden imaginar la cara que a uno se le queda a estas alturas.
Recorría a la inversa el camino maldiciendo el mercadillo y los partidos de los domingos a las doce. Llegaba de nuevo a la altura del estadio y aproveché la elevación que hace la carretera al pasar junto a Mercacórdoba para escrutar las defensas rivales y planificar el asalto final: la rotonda seguía cegada, por lo que habría de llegar hasta casi el centro comercial para volver a volver sobre mis ruedas. Esta vez iría de frente, con las terrazas del río a mi derecha. Según mis cálculos hacía tiempo que no entraban vehículos en el albero y por el contrario, a medida que el sol apretaba, iba aligerándose de personas el mercadillo en un goteo incesante. El tráfico había sido denso y lento hasta ahora y no iba a cambiar el ritmo por ser más tarde. Muchos minutos de dominio estéril y pocos “uys” en la radio después llegaba por fin al cruce. De nuevo, una joven agente me indicó que debía seguir circulando hacia la última entrada, a la izquierda. Por allí solo se salía. En ese momento ya imaginaba qué me iba a encontrar en aquel último bastión contra el malvado conductor que osa desplazarse en su coche al Arenal. Así fue. “Por aquí no si no tiene carnet”. Ganas me dieron de enseñarle el carnet de abonado, el único que debería de valer para entrar por allí, pero seguramente me hubieran dicho un par de cosas por gracioso.
Así que me volví para casa, con el tubo de escape entre las ruedas, aproximadamente cuando terminaba la primera parte. Cabreado por no ver a mi equipo, por dejar plantado a quien me estaba esperando dentro, por tener una ciudad donde un mercadillo y un partido causan tantos problemas de tráfico como unos Juegos Olímpicos, por poder pasar a ver a mi Córdoba solo si hubiera tenido a saber qué carnet… Solo el resultado al descanso me reconfortaba. Ya vería la segunda parte en el bar de abajo. Tocaba relajarse, disfrutar de una victoria que nos asentara en los puestos de ascenso. Está claro que a veces los astros se alinean para joderte una mañana de domingo.